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Doble cultura: integrarse en otro país sin renunciar a los orígenes

groupe de amigos
javi_indy / Envato Elements
Escrito porLaura Barangerel 23 Octubre 2025

Hay cosas de las que no se habla cuando uno se va a vivir al extranjero. Se habla del cambio, de la aventura, de los nuevos sabores y paisajes. Pero rara vez se menciona ese momento, meses o años después, en que uno se da cuenta de que ya no es del todo de aquí… ni completamente de allá.
Esa es la verdadera vida del expatriado a largo plazo. Mezclamos expresiones, costumbres, gustos y referencias sin darnos cuenta. Empezamos una frase en castellano y la terminamos en criollo, en o francés en inglés. Y de repente, entendemos que somos de una doble cultura.

Integrarse sin desaparecer

Quienes viven muchos años fuera terminan enfrentándose a este dilema: querer ser parte de aquí sin borrar de dónde vienen. Aprendemos el idioma, las costumbres, las normas. Nos adaptamos. Pero siempre queda una pequeña distancia. Y esa mirada doble, esa capacidad de comparar, a veces se malinterpreta, como le ocurre a Nadia, suiza que vive en Lisboa: «Vivo aquí desde hace ocho años. Hablo portugués, trabajo aquí, mis hijos van al colegio aquí. Pero cuando digo que en Suiza algunas cosas están mejor organizadas, me siento como si estuviera siendo desagradecida. Y no es eso. Es que tengo dos maneras de ver el mundo dentro de mí.»

Ahí está la complejidad. No se trata de renegar de las raíces, pero tampoco de quedarse atrapado en una identidad rígida. El problema es que el mundo no siempre entiende los matices: prefiere las etiquetas claras, las banderas únicas, las definiciones simples. «Quiero integrarme del todo aquí, dice Nadia, aunque sé que nunca me verán como una local.»

Morgane, de 34 años, vive en Montreal desde hace siete. Llegó con una visa de trabajo, luego vino un empleo, el amor… y hoy tiene un hijo que dice “m” con acento quebequense. «Me encanta esta ciudad. Me siento bien aquí. Pero a veces es como si hubiera un cristal invisible entre los demás y yo. No soy de aquí. Y nunca lo seré.»
Cuenta una anécdota cotidiana: «Estoy en la caja del súper y digo “Dzdzܰ”. La cajera me responde: “Ah, ¿eres francesa?” Como si fuera una turista. Pero vivo aquí, pago impuestos aquí, me quejo del invierno aquí…»

Son esos pequeños choques los que construyen el día a día de la doble cultura: sentirse en casa sin estarlo del todo; querer integrarse sin perder la propia singularidad.
Y también está el cansancio de tener que explicar siempre de dónde eres, por qué llegaste, cuánto tiempo llevas. «No quiero renegar de mis raíces… pero a veces siento que pesan», dice Morgane.

David, de 41 años, vive en Japón desde hace once. Está casado con una japonesa, tiene dos hijos trilingües y trabaja en tecnología en las afueras de Tokio.
«Con el tiempo, se vuelve difícil mantener el equilibrio. Quiero que mis hijos conozcan mi cultura, que escuchen a Renaud, que prueben el queso con olor fuerte, que entiendan la ironía francesa. Pero cuando lo hago, a veces siento que les estoy imponiendo algo que no les pertenece.». Su vida se mueve entre dos mundos: sushi los martes, ê caseras los domingos; conversaciones en japonés en la escuela y videollamadas con su madre en Francia.

Cuando dos mundos se cruzan

Un día te das cuenta de que tu mente funciona en dos idiomas. O en tres. Que maldices en inglés pero sueñas en castellano. Que escribes la lista de la compra en tu lengua materna, pero lees los ingredientes en otra. Y que eso ya te parece normal.

Eso es la doble cultura: un pequeño caos interior donde conviven varias versiones de uno mismo. Hay que aprender a dejar que esas culturas dialoguen, choquen y se enriquezcan. No siempre es fácil. Hay días de dudas, de nostalgia, de sentirse fuera de lugar. Días en los que uno se pregunta por qué se fue, o por qué no logra volver.

Pero también hay días en que todo encaja. Hablas tres idiomas en una hora sin darte cuenta. Eres el traductor oficial de tu grupo de amigos. Encuentras una palabra en el idioma local que expresa justo lo que sientes, aunque no exista en el tuyo. Y entonces piensas que tienes suerte. Que esta vida, con todos sus roces culturales, te ha hecho más abierto, más tolerante. Y que no la cambiarías por nada.

«Venía por seis meses. ¿Cuándo me voy? No lo sé», dice Sango, de 26 años, originario de Duala, Camerún. Llegó a Isla Mauricio para unas prácticas, su primera experiencia fuera de África. «Al principio estaba completamente perdido. Llegué al aeropuerto con mi maleta, mis nervios y ningún punto de referencia. Las primeras semanas solo observaba: la forma de hablar, los gestos, las costumbres. Me sentía como un infiltrado en otro mundo.»

Los primeros meses fueron duros. «No encajaba en ninguna casilla. No era francés, ni mauriciano, ni turista, ni el típico expatriado. Solo un chico haciendo sus prácticas, con acento camerunés.» Pero poco a poco algo cambió. «Empecé a salir, a hablar con la gente. Con mauricianos, con extranjeros que llevaban años aquí, con los comerciantes del barrio. Encontré puntos en común inesperados. Y sobre todo, dejé de intentar encajar a la fuerza. Empecé a ser yo mismo.»

Terminó las prácticas, pero no se fue. Le ofrecieron un trabajo. Aceptó. Tres años después, sigue allí. «Lo que más me gusta es la mezcla de culturas, orígenes e idiomas. Aquí se celebra la Navidad, el Año Nuevo chino, el Aïd y el Ganesh Chaturthi. Cada día aprendo algo nuevo. Y ahora, por suerte, hablo criollo con soltura.»

¿Volverá algún día a Camerún? «No lo sé. Supongo que sí, pero no para “volver”. Quizás para aportar algo. Hoy he encontrado una parte de mí aquí. Soy una versión de mí que nunca habría conocido si no me hubiera ido.»

Crear la propia cultura

Ser varios en uno mismo también significa tener varias lealtades, varios paisajes interiores, varias memorias. Aprendemos a vivir con contradicciones. Y eso es lo que hacen quienes han convertido su doble cultura en una riqueza, no en un conflicto. Llega un momento en que dejamos de intentar “pertenecer”. Entendemos que quizá ese verbo es el verdadero problema. Y empezamos a componer, a crear.

No te conviertes en un español en Senegal, ni en un argentino en Tailandia, ni en una colombiana en Dinamarca. Te conviertes en un punto de unión. Aprendes qué conservar, qué dejar y qué transformar. Claire, que vive en Ciudad de México, lo cuenta así: «Me vine a México. Me casé con un mexicano. Tenemos dos hijos. Hablan los dos idiomas, desayunan croissants y cenan tacos. Ya no intento transmitirles “mi” cultura. Solo les muestro lo que amo y veo qué hacen con eso.»

Tal vez ese sea el secreto: dejar de intentar ser alguien que ya no somos, y construir poco a poco una nueva identidad. Una que no necesita una bandera ni un sello para existir. Vivir entre dos culturas es aprender a escuchar varias verdades. Entender que nada es universal. Que los gestos, las palabras y los valores dependen siempre del contexto. Y esa conciencia, precisamente, es lo que nos hace más humanos.

Aprendemos a no juzgar tan rápido. A callar y observar. A sorprendernos. A reírnos de nosotros mismos. A ver las contradicciones de un sistema sin idealizar otro. Quizás nunca encontremos una respuesta definitiva. Y tal vez esté bien así. Porque ese movimiento, ese espacio entre las culturas, también es lo que hace que la vida sea más bella.

Así que si a veces te sientes extranjero en todas partes, recuérdalo: en realidad eres múltiple. Y libre. Y si alguien te pregunta de dónde eres, quizás un día respondas simplemente: «De donde me siento bien.»

Vida de cada día
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Trotamundos de corazón, me encanta dar vida a ideas, historias y los sueños más disparatados. Ahora resido en Mauricio y presto mi pluma a y a otros proyectos inspiradores.

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